¡Pero mira qué eres imbécil! No soy capaz de imaginar su tormento. Encerrado de por vida en una prisión dorada, la que corresponde a la eterna juventud, alimentándose a diario de su reflejo inmaculado en el espejo. Lo que si puedo entender es esa sensación, entre sibilina y aburrida, que dice experimentar. Yo siento lo mismo cada mañana cuando me veo reflejado en la luna de mi aseo. Aunque, ¡ojo!, no es la lozanía lo que me devuelve, el miserable, sino una verdad inquebrantable: ¡pero mira qué eres imbécil!. Por mucho que me empeñe en llevar una vida provechosa, algunos hemos nacido incapaces de tamaña empresa. Y conste que lo intento, ¡a las muestras me remito! Leo porque que dicen que cultiva; pongo la oreja en cuanto alguien habla de un caso de éxito; peregrino, cual poseso, por conferencias y congresos repletos de gurús; me compro todas las novedades de autoayuda; tengo coach desde hace años; y, por si no fuera bastante, traigo frito al cura de mi parroquia. Todo e